sábado, 28 de noviembre de 2009

El mayor pecado.



He cometido el mayor pecado que un ateo puede cometer, he sido feliz.

Un día de mucho trastorno físico, desconsuelo económico y deudas afectivas, descubro que ese día, precisamente…, me sentía feliz. Acongojadamente feliz, emoción que me llevó ineludiblemente a pensar, buscar cuáles eran las razones de la felicidad que me instalaba en un lugar de bienestar, sin perder las dolencias que a diario eran motivos de mi infelicidad.

De ahí en más he dejado de buscar la felicidad, porque comprendí que la felicidad es un estado en que el ser íntimo nos alerta que estamos bien, pero no por atravesar un camino de dolores y desgracias para luego obtener una parcela en un supuesto cielo redentor de todos nuestro males, propios o heredados, ni por la posesión de anhelados bienes. Sino qué proviene de lo más íntimo y ancestral que subyace en todo ser vivo. He visto a mi perro ser feliz con sólo nombrarlo, lo he visto iluminarse al ser reconocido de entre otros perros, a él.
También yo he sido feliz, sabiendo que lo era, detrás de una mirada que se posaba en mí, y no, en algún otro.

Perdida la lactancia, los hechos cotidianos son ese gran pezón en el que buscamos los nutrientes vitales, reminiscencia prístina de nuestra vida. Allí, donde todo era posible detrás de la mirada de nuestra madre. Mecidos en la primera cuna, sus brazos y sus manos. De allí en más los abrazos, son para mí el camino de regreso al primer amor.
Según se ha dicho y se sigue reafirmando que hay para los elegidos al final del camino las uvas merecidas, en tanto yo prefiero beber de ese buen vino un sorbo cada día que me dure el camino.

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