sábado, 28 de noviembre de 2009

El Carrusel.



  • Amo de manera entrañable la soledad, porque ella me permite ser libre, pensar sin alambrados culturales, religiosos o políticos. Creo en el hombre autónomo cabeza de ratón, mucho más que el pretencioso cola de león. Aunque la libertad es aún una utopía no alcanzada, sino por unos pocos. Es pan de cada día la mentira, desde los ámbitos del poder encumbrado. A viva voz proclaman la mal llamada igualdad social y humana, debería propugnarse la equidad universal, a cada quién y por iguales partes, obtener lo suyo oportunamente.
  • De todos modos el carrusel no ha dejado de dar vueltas, y con cada giro aparece un nuevo paladín, que dice en bandolera traer nuevas fortunas al desdichado crédulo que vulnerable vuelve a poner su fe cocerse en el rescoldo de todo lo perdido.
  • Un grito de reclamo por aquí, un eco por allá y la inmensa marea que se agita a expensas de un oleaje inconsciente que nos lleva y nos trae siempre a la misma arena. El miedo ha tejido el entramado colosal donde vestido de dogmas y doctrinas los pulgares se yerguen o se inclinan como premio o castigo. Para al final quedar los elegidos presos y los libres penados a su propio albedrío. Soy, de todos modos cada día más libre, dejando a mis espaldas infructuosas creencias que comprobado está por mí, no me han tenido en cuenta dentro de sus promesas. Son refugio seguro los hijos, los amigos y amores entrañables que, aunque no muy seguido han posado sus ojos en mí, y no en algún otro.
  • Ganado por ganado, me quedo cotidiano aferrado a los aires que llegan desde el borde de los que están colgados mecidos al abismo de su propio destino, sin padrino ni rey ni oráculo benigno.
  • No soy desposeído, en todo caso soy un mal aprehendido.
  • Desde mis ojos veo que todo lo añorado, en parte lo he dejado, en parte lo he perdido. Un soliloquio adusto y proverbial, me acuna quizá con bordes afilados y mullidos contornos que al paladar le saben dulzones unas veces y otras avinagrados.


El mayor pecado.



He cometido el mayor pecado que un ateo puede cometer, he sido feliz.

Un día de mucho trastorno físico, desconsuelo económico y deudas afectivas, descubro que ese día, precisamente…, me sentía feliz. Acongojadamente feliz, emoción que me llevó ineludiblemente a pensar, buscar cuáles eran las razones de la felicidad que me instalaba en un lugar de bienestar, sin perder las dolencias que a diario eran motivos de mi infelicidad.

De ahí en más he dejado de buscar la felicidad, porque comprendí que la felicidad es un estado en que el ser íntimo nos alerta que estamos bien, pero no por atravesar un camino de dolores y desgracias para luego obtener una parcela en un supuesto cielo redentor de todos nuestro males, propios o heredados, ni por la posesión de anhelados bienes. Sino qué proviene de lo más íntimo y ancestral que subyace en todo ser vivo. He visto a mi perro ser feliz con sólo nombrarlo, lo he visto iluminarse al ser reconocido de entre otros perros, a él.
También yo he sido feliz, sabiendo que lo era, detrás de una mirada que se posaba en mí, y no, en algún otro.

Perdida la lactancia, los hechos cotidianos son ese gran pezón en el que buscamos los nutrientes vitales, reminiscencia prístina de nuestra vida. Allí, donde todo era posible detrás de la mirada de nuestra madre. Mecidos en la primera cuna, sus brazos y sus manos. De allí en más los abrazos, son para mí el camino de regreso al primer amor.
Según se ha dicho y se sigue reafirmando que hay para los elegidos al final del camino las uvas merecidas, en tanto yo prefiero beber de ese buen vino un sorbo cada día que me dure el camino.